sábado, 18 de abril de 2009

La frontera de los muertos vivientes


Para cuando los muertos cumplieron diez días de caminar por las calles de Ciudad Juárez, la gente ya había dejado de creer en la teoría de un castigo divino. Quienes alguna vez habían perdido la fe, la recuperaron sólo para volver a perderla, tras notar que la situación de emergencia no cambiaba a pesar de sus plegarias. Sin embargo, nadie atinaba a qué atribuir el fenómeno: si a la contaminación del Río Bravo, a las emanaciones de la planta ASARCO, o a los deshechos de la planta Fluorex, en el sur de la ciudad.
Los primeros casos ocurrieron en el Anfiteatro de la Escuela de Medicina. Los cuerpos de hombres en su mayoría, y de algunas mujeres, desnudos, salieron de la morgue y caminaron entre los patios y jardines. Tenían huellas de golpes, cortes de cuchillo y los más, agujeros de bala. Llegaron al estacionamiento y su torpe andar causó abolladuras a los autos. Su habla se reducía a balbuceos que de no ser por el aspecto físico de los zombis, causarían más risa que espanto entre quienes los oyeran.
Nadie creyó al principio que el fenómeno pudiera ser motivo de alarma. Para todos los estudiantes del Instituto de Ciencias Biomédicas, el caso era más una rareza científica que un problema de seguridad. Se llegó a especular que la causa de la aparición de los muertos vivientes en el Anfiteatro se debía tal vez a que la vida se aferraba a surgir ante tanta concentración de muerte; como si además de vida fuese conciencia y esperanza.
Pero la curiosidad se volvió miedo cuando los cadáveres de la Escuela de Medicina atacaron a los guardias del Instituto que, desarmados, trataron en vano de contenerlos dentro de los muros de la escuela. Los zombis los tomaron por la cabeza, les rompieron el cuello y arrancaron de una mordida la porción de garganta por donde pasaba la yugular. Luego, bebieron su sangre. Al salir del plantel en busca de más víctimas, chocaron contra las rejas del portón, cuyos barrotes se doblaron por la dureza de los cuerpos que se estrellaban en ellos. Las bisagras de los postes no tardaron en ceder.
Los guardias de seguridad que recién habían muerto se levantaron a los pocos minutos para buscar sus propias víctimas; aquellas cuya sangre serviría para recuperar la que perdieron en el festín de los primeros zombis.
Minutos después, y como si una invisible onda de choque los hubiese reanimado, se levantaron también los muertos de las funerarias, en un hecho que algunos inocentes creyeron se
trataba de un milagro.

***

El subteniente de caballería Alejo Mireles patrullaba las calles a bordo de un humvee en compañía de un sargento y ocho soldados de línea repartidos en dos vehículos. Cansado, sufría junto a su unidad las agotadoras jornadas, tratando de multiplicarse ya para combatir al crimen organizado o bien, a la nueva emergencia “sobrenatural”.
Se había dejado crecer el bigote. No deseaba que la tropa siguiera burlándose de su novatez y de la cara de niño que aun conservaba a sus 20 años. “Ése mi Kleen Bebé”, solía gritarle un anónimo entre las filas, con voz tipluda. Alejo no decía nada, esperaba a que pasara la revista, y mientras el resto del regimiento rompía filas, él ordenaba a su pelotón permanecer en la explanada.
—A ver, cabroncitos, ¿quién fue el culero que estaba hablando en formación?
Se paseaba entre las filas y miraba a los ojos a sus soldados, en espera de percibir algún gesto o sonrisa delatora. Frustrado, amenazaba con arrestarlos e incluso procesarlos por insubordinación, pero no obtenía respuesta.
Kleen bebé —volvían a chillar cuando Alejo daba la espalda.
—Síganle... síganle a su pinche desmadre, cabrones —advertía.
—Chingas a tu madre, Kleen bebé...
A eso tenía que agregar la rebeldía de los sargentos, reacios en un principio a obedecer órdenes de un muchachito recién salido del Colegio Militar “que se creía muy chingón pero que no era capaz de imponer su mando a la tropa”.
Hacía apenas dos semanas de su llegada a la plaza. Aún no lograba superar los problemas de indisciplina en el personal bajo su mando cuando ya le había tocado una escaramuza contra un grupo de sicarios. Como oficial, no tenía entonces obligación de exponerse en la plataforma giratoria del humvee para accionar la ametralladora calibre .50, pero fue decisión suya colocarse en dicha posición mientras su tropa corría atrás de él, cubierta por el vehículo. Al final, fueron sus soldados quienes sometieron a los sicarios y no hubo necesidad de accionar el arma.
Aún no sabía lo que era matar. Después de aquella escaramuza con delincuentes siguió patrullando sin novedad. Así que esta era su décima salida del cuartel desde que se graduó como oficial. No patrullaría zonas residenciales, sino las afueras de la ciudad, cerca de la salida a Chihuahua. Así mismo, recorrería brechas en busca de narcotraficantes, contrabandistas de armas o de autos robados y cualquier otro acto o hecho que indicara la comisión de un delito. Para ello tanto él como su tropa utilizarían el uniforme de selva, lo que les ayudaba a pasar desapercibidos en la noche. Y por si fuera poco, dejarían de usar el fusil HK G3 para estrenar en operación el FX-05, de patente mexicana.
Lo único que Alejo lamentaba, era que por orden del coronel viajarían con dos civiles a bordo del humvee, como simples observadores. No atinaba a imaginar los motivos que tuvo su comandante para autorizar la compañía de un visitador de la Comisión de Derechos Humanos y la de un representante empresarial.
“Estos güeyes nomás estorban”.
Entraron en una brecha. Se internaron varios kilómetros en campo abierto, hasta detenerse en un paraje despoblado. Apagaron las luces, pero dejaron los silenciosos motores en marcha por si tenían que moverse. La luna llena reinaba sobre el cenit. Entonces, algo los hizo mirar en derredor, hacia la oscuridad. Todos sacaron sus lámparas de mano.
—¿Qué es eso que se acerca dando pasos tan cortos? —preguntó Alejo.
A la distancia, donde apenas llegaban los haces de luz de las lámparas, se empezaban a dibujar una siluetas extrañas, rectas, que avanzaban hacia ellos.
—Parecen tanques de gas con patas... —respondió un soldado.
—Creo que son... —agregó el visitador de Derechos Humanos.
—Son... ¡ENCOBIJADOS! —gritó el empresario.
Alejó ordenó a sus hombres formar un perímetro alrededor de los vehículos y prepararse para disparar.
—Bien soldados... dejen que se acerquen. Recuerden: a éstos hay que atinarles en el mero esternón para que se detengan, pues de otro modo se seguirán moviendo. El fuego será a discreción, pero de todos modos cuiden sus municiones. Esperen mi orden.
Unos soldados se apoyaron sobre una rodilla. Otros, adoptaron la posición de tirador de pie. El sargento, desconfiado de su propia capacidad, se tendió sobre el suelo y apoyó su fusil sobre una piedra. Algunos colocaron el selector de fuego en “repetición” y otros en “ráfaga”.
—Subteniente —llamó el visitador de Derechos Humanos a Alejo, antes de entrar al vehículo por seguridad—, debo pedirle que no se exceda en el uso de la fuerza contra los zombis. Recuerde que alguna vez fueron seres humanos, y el que sean ahora muertos vivientes no los priva de sus derechos fundamentales.
“Ya van a empezar a chingar”, pensó Alejo.
—¿Le preocupa que los matemos? Si ya están muertos.
—De todos modos, Subteniente. Si van a caer, deben hacerlo de una manera digna, con el respeto que merecen los difuntos por su condición humana.
Alejó respiró hondo.
—Está bien, haré lo que pueda.
Cuando Alejo respondió, el sargento y algunos de sus soldados lo voltearon a ver, entre extrañados y contrariados.
—¡¿Y ustedes qué miran?! ¡Orale! ¡Listos! ¡Atención!
Conforme se acercaban los zombis, el sonido que emitían se fue haciendo más claro.
¡Bleau bleau bleau!
Aunque lejanos, pero ya se alcanzaban a distinguir los semblantes demacrados de los zombis, acartonados; algunos con cinta adhesiva en ojos y boca —los que por obvias razones no emitían sonido alguno— y otros con una bolsa de plástico que les envolvía la cabeza. Casi todos tenían la marca de un tiro en la sien.
¡Bleau bleau bleau!
Se hizo un silencio pesado. A pesar del viento del desierto y los cada vez más cercanos balbuceos, parecía que cada uno de los presentes podía escuchar la respiración del otro.
—Dejen que se acerquen.
—Subteniente —ahora fue el representante empresarial quien inició el diálogo con Alejo—, le voy a encargar que sus disparos sean lo más certeros posible.
—¿Cómo? —preguntó sorprendido Alejo.
—Tome en cuenta la eficiencia. Cada bala desperdiciada es un costo que se traduce en gastos para nosotros. De hecho, si ustedes tuvieran el entrenamiento adecuado, no necesitarían de tanto personal. Quiero decir, que con pocos pero buenos tiradores, pueden abatir al enemigo, que en este caso son los zombis. Ello implicaría un presupuesto menor para defensa, y por consiguiente, una menor carga tributaria para nosotros.
“Este güey salió peor”.
—Haré lo que pueda, señor.
—No subteniente... esa no es la mentalidad... si usted hiciera hasta lo imposible, entonces sí, haría muy bien lo que puede. Pero si desde ahora está diciendo que hará lo que pueda... pues entonces no hará nada. Trace objetivos, metas. Yo, como representante de la sociedad, espero que este “Operativo Conjunto Sobrenatural” empiece a generar resultados concretos, tangibles y, sobre todo, ve-ri-fi-ca-bles. Recuerde: hasta en esta contingencia debemos ser competitivos.
—Está bien, señor.
Alejo volvió a su posición para verificar la cercanía de los zombis. No acababa de acomodarse de pie junto al sargento cuando volvió a escuchar su sobrenombre.
—¡Mmm! Pinche Kleen Bebé.
Ahora no era una voz tipluda. Ahora sí pudo identificar a quien se burlaba de él en forma-ción. Se trataba del soldado Moreno. Pero el tono conque esa noche le había llamado Kleen Bebé distaba mucho de ser burlón. Sonaba más bien desencantado.
¡Bleau bleau bleau!
—¡Pelotoooón! ¡Quiten segurooooo!
—¡Pelotón listo!
—A discreciooooón... ¡Fuego!
Tableteo de armas. Casquillos despedidos. Zumbidos de ovoides cortando el viento. Impactos en carne muerta. Algunos zombis caían. Otros eran atravezados por las balas, pero seguían caminando. El calibre 5.56 x 45 mm del FX-05 era veloz, suave, sin retroceso y tenía buena penetración; pero carecía de la potencia del 7.62 x 51 mm.
“Qué bonito se harían pedazos si les tirarámos con el G-3”
En eso, Alejo recordó la ametralladora M2E50 sobre el humvee. Volteó a verla: su silueta se recortaba sobre el tenue haz de luz de la luna. Lucía quieta, callada, como si esperara por él.
“Pues ultimadamente...”
Trepó entonces el subteniente a la plataforma giratoria. Tomó la ametralladora y comenzó a disparar. La cadencia de disparos era más lenta, pero su sonido más poderoso. Lo único comparable con su ruido eran las risotadas de Alejo cuando veía volar brazos, piernas, cabezas y masas de carne a cada impacto. No iba a negarlo: no siempre apuntaba al esternón.
El fogonazo de la ametralladora iluminaba la posición de los soldados como un estroboscopio. Tras algunos minutos pareció que ya no había nadie a quien disparar: todos los zombis encobijados habían caído. Alejo ordenó alto al fuego.
—Oiga, Subteniente —dijo el visitador de Derechos Humanos, cuando bajaba airadamente del humvee—, me parece reprobable que haya utilizado la ametralladora, así como la actitud que mostró al celebrar cada disparo que hacía blanco en los zombis. Tanta brutalidad es de esperarse en el crimen organizado, o incluso en los mismos inconscientes zombis, pero observar en una de las instituciones del Estado esta falta de respeto a la legalidad y al estado de derecho es totalmente i-na-cep-ta-ble. De seguir así, me veré obligado a interponer una denuncia formal contra usted y el Ejército por excederse en sus funciones, por hacer apología del delito...
—¡Hey! —interrumpió el representante empresarial desde adentro del humvee— No se le olvide denunciarlos por afectar la imagen de la ciudad...
—¡Ah, sí! Eso también... y por lo que le resulte —asintió el visitador de Derechos Humanos—; por lo pronto emitiré una recomendación.
Alejo no respondió. Se limitó a dar la orden de explorar el terreno en busca de algún
zombi “sobreviviente”. De haberlos, se les dispararía a quemarropa sobre el esternón.
Cuando los militares se reagruparon, por una de las portezuelas del humvee asomó el rostro sudoroso y despeinado del representante empresarial.
—¿Qué pasó? ¿Se acabaron los zombis? ¿Ya no hay peligro?
—No hombre, sálgale —respondió el sargento.
El empresario bajó entonces del vehículo, se alisó con la mano el cabello y sacó del bolsillo del pantalón un pañuelo para limpiarse el sudor.
—Subteniente, quisiera hablar con usted en privado —dijo, luego de guardar su pañuelo.
Alejo ordenó a su tropa permanecer alerta hasta su regreso. Caminó junto al empresario algunos metros, hasta que este último consideró que no pudieran ser escuchados por la tropa ni por el derechohumanista.
—Bien, subteniente. El asunto por el cual lo traje para acá...
“¿Me trajo?”
—... es para plantearle un problema que algunos de mis representados y yo padecemos desde hace tiempo. Resulta que algunos empleados ya no quieren los sindicatos que impulsamos los empresarios en nuestros negocios, dizque porque son “sindicatos charros”. A consecuencia de eso, han aparecido en nuestras organizaciones algunos “líderes” que además de acusarnos de hambreadores, andan alborotando a la gente con el cuento de formar un sindicato independiente. Casi creo que son rojillos del PRD.
—¿Y yo de qué modo puedo ayudarlo, señor?
El representante empresarial aumentó la cercanía con Alejo y disminuyó el volumen de su voz, temeroso de ser escuchado por algún oído indiscreto.
—Mire, la cosa es muy simple: las diversas cámaras empresariales levantaremos una lista de revoltosos y se la daremos para que usted y su tropa se encarguen de desaparecerlos al estilo de la mafia y así todo mundo crea que estos subversivos grilleros formaban parte del crimen organizado. A cambio de eso, las cámaras apoyaremos el “Operativo Conjunto Sobrenatural” y diremos ante los medios de comunicación que ustedes son como caídos del Cielo, que son lo mejor de lo mejor y que como ustedes no hay dos. Ahora que, en lo personal, también puedo ser generoso con usted.
—¿En qué forma?
—Mire, Subteniente: ahorita la crisis está muy dura, por tanto, es difícil juntar un fondo de nuestro bolsillo, pero podemos organizar una marcha... o no, mejor, organizaremos una campaña por la paz con numerosas fiestas, venta de antojitos y cerveza —más el cover, claro—; y por si fuera poco, podemos vender camisetas blancas y pulseritas con mensajes a favor de la paz y así nos quedaría una... ¡ejem!, pequeña ganancia. ¿Qué le parece si esa ganancia se la damos a usted?
Apenas iba a responder Alejo cuando un soldado se acercó a ellos al paso veloz. Reportó que por el oeste se habían escuchado unos ruidos que no eran balbuceos, sino más bien pisadas de alguien que corría. Al volver a su posición, alcanzaron a escuchar las pisadas, pero notaron que el ruido de ellas crecía y decrecía de una manera irregular, como si se acercaran para luego retirarse.
Según Alejo, no podían ser más zombis, pues el ruido que se escuchaba no eran los balbuceos extraños que emitían. Tampoco podían ser sicarios, pues de serlo, se moverían con sigilo o, en el peor de los casos, dispararían contra su posición.
Todos encendieron las lámparas de mano. Apuntaron la luz hacia aquellas direcciones donde se escuchaban las pisadas, pero por algun tiempo no lograron ver a nadie. Hasta que el soldado Moreno alcanzó a distinguir algo:
—¡Allá va! ¡Está corriendo!
—¿Pero qué es? —pregunto Alejo— ¿Zombi o sicario?
El soldado Moreno trató de seguir el objetivo con la luz de su lámpara, pero éste se alejó en la oscuridad.
—No lo sé... son varios que vienen, se regresan, dan vuelta...
—O sea que corren como gallinas descabezadas.
—Ah, pues con razón, mi Subteniente —intervino el sargento—: son los decapitados.
Al escuchar esto, el representante empresarial corrió a refugiarse al humvee, dentro del cual ya estaba el visitador de Derechos Humanos. “Vírgen Santa de mi vida”, exclamó mientras corría.
—Orale —dijo Alejo—, con razón éstos no le hacen “bleau bleau bleau”.
El oficial esperaba que la tropa riera de su chiste, pero todos los soldados permanecieron en silencio. Contrariado, dio entonces las instrucciones.
—Miren soldados: los que tengan arma corta, sáquenla, y los que no, dóblenle la culata al fusil, porque a éstos sí va a ser difícil atinarles en el esternón. Contra los decapitados tendremos que luchar cuerpo a cuerpo y tirarles desde muy cerca; y aunque ellos no les chuparían la sangre, sí les pueden romper el cuello si los agarran, así que de todos modos tengan cuidado. Pese a todo, tenemos una ventaja: ellos no nos ven.
Entonces dio Alejo la orden de cargar contra los zombis decapitados. La tropa emprendió la carrera hacia el enemigo dando alaridos.
—¡Oiga, espérese Subteniente! No nos deje aquí solos —chilló el empresario.
—Enciérrense en el vehículo y no les pasará nada... nomás que primero, déme las llaves,
no vaya a ser que se nos pele y nos deje aquí embarcados.
El empresario y el visitador de Derechos Humanos aceptaron de mala gana.
Comenzó entonces la cacería. Las balas de los fusiles atravezaban los cuerpos, pero no los derribaban. A veces, los soldados necesitaban dejarse atrapar por los zombis y así dispararles de cerca. Quienes usaban cuchillo, lo emplearon contra los decapitados.
A los pocos minutos acabaron con todos.
Cuando no hubo un solo zombi en pie, la tropa gritó jubilosa, sobre todo porque no habían sufrido bajas.
—Parece que ya terminamos aquí.
De regreso a la unidad, vieron al derechohumanista saltar apuradamente del humvee. Alejó creyó que iba a escuchar otra retahíla de acciones violatorias de los derechos humanos, pero contra lo que esperaba, el apuro del derechohumanista era otro: desahogar una necesidad atrás de un arbusto grande de gobernadora.
—Cuando vuelva, Subteniente, me va a escuchar.
Y tras desabrochar su pantalón, se colocó en cuclillas atrás del arbusto. No bien había dejado de escucharse su primera flatulencia, cuando se incorporó de un salto.
—¿Qué pasa? —gritó Alejo.
—No sé... algo me mordió en una nalga.
—Habrá sido un ratón de campo, o alguna víbora.
—No creo... se oye algo que se arrastra, pero en varias direcciones.
Alejo y su tropa se alistaron para ir a ver. El empresario volvió a quejarse porque los militares lo dejaron nuevamente arriba del vehículo.
—Como siempre, la Federación nos deja solos...
Al escucharlo, Alejo tomó su pistola reglamentaria y apuntó con ella al representante empresarial.
—¿Sabe qué, cabrón? Ya párele.
El empresario aspiró aire violentamente al escuchar las ofensas.
—Oiga Subteniente, no me hable así.
—Le hablaré como necesite hablarle. Aquí mando yo.
—De ninguna manera. Yo represento a la sociedad civil...
—¿Y a poco consultó a la población civil si quería que usted los representara?
—Pues no, pero en ese caso, represento entonces al poder económico...
—Y yo represento el poder de las balas. Así que baje de una vez, si no quiere que se lo demuestre.
El empresario comenzó a bajar lentamente del humvee, mientras suplicaba reiteradamente que no le hicieran daño. El soldado Moreno, que había atestiguado todo, se acercó a Alejo para informarle que lo que había mordido al derechohumanista era una de varias cabezas humanas que rodaban por los alrededores.
—Con que cabezas, ¿eh? Pues dígale al personal que las pisen, cuidando que no los muerdan. Cuando las tengan bien aseguradas, entonces las revientan de un culatazo.
—Entendido... SEÑOR.
Alejo no pudo notar que el soldado Moreno había cambiado el tono con que se dirigiría, de ahí en adelante, hacia él.
El empresario espetó.
—Oiga, ¿cómo que aplastarlas de un culatazo? ¿Qué va a decir la opinión pública y la prensa internacional? Ese tipo de soluciones DENIGRAN la imagen de la ciudad...
—¿Qué espera que no se baja, hijo de su chingada madre?
El empresario terminó de descender de la unidad. Cambió el tono de voz cuando se vio nuevamente apuntado por el arma de Alejo.
—Oiga, Subteniente. ¿Y qué pasó con nuestro acuerdo?
—¿Cuál acuerdo? Yo no hice ningún acuerdo con usted.
—¡Cómo no! El de la campaña por la paz y todo eso...
—¿Acaso le dí una respuesta?
—Bueno... no.
—Ahí está. Entonces usted y yo no hemos acordado ni madres. Y ni crea que me voy a prestar para esas chingaderas.
No tardó en llegar también el visitador de Derechos Humanos. Trató de convencer a Alejo para que dejara en paz al empresario; con argumentos, con amenazas de quejas y recomendaciones, y al último con súplicas; pero Alejo estaba resuelto a deshacerse del representante empresarial.
—¿Y sabe qué? Usted le va a hacer compañía.
El derechohumanista tragó saliva. Más aún cuando se escuchó nuevamente el balbuceo de los zombis.
—¿Y ahora por dónde vienen?
El empresario colaboró, suplicante.
—Subteniente... yo soy constructor, y conozco más o menos la zona... le voy a decir, pero por favor no nos haga nada...
—Está bien. No les haré nada.
El representante empresarial respiró aliviado.
—Bien. Esos balbuceos se oyen allá por Villas de Alcalá.
—¿Otra vez por Villas de Alcalá? Pues cómo salen zombis por ese rumbo.
—Hasta parece que brotan de la tierra —agregó el sargento.
Poco a poco, los nuevos zombis se volvieron más visibles. Ahora formaban un grupo heterogéneo: encobijados, decapitados, esposados... uno de ellos aún portaba uniforme de policía.
—¡Atención!
La tropa adoptó la posición de firmes.
—¡Vámonos!
Los civiles trataron de subir a las unidades pero les fue impedido por la tropa.
—Oiga, ¿y nosotros qué? —preguntó el derechohumanista.
—Usted dijo que no nos iba a hacer nada —agregó el empresario.
—Y no les estoy haciendo nada —respondió Alejo—. No los estoy balaceando, ni golpeando, ni matando. Es más: ni siquiera me los estoy llevando. Así que no les estoy haciendo nada. Y aquí se quedan.
El visitador de Derechos Humanos, casi en llanto, buscaba desesperadamente convencer a los militares para que los llevasen con ellos; mientras el empresario comenzaba a protestar.
—Esto no se le hace impunemente a la Iniciativa Privada.
—Pues órale —respondió Alejo—, use su dinero para parar a los zombis. A ver si puede.
—Al menos deje un arma para defendernos.
Alejo no respondió más. Dio la orden de ponerse en marcha. Los vehículos se alejaron, lentamente, para evitar dar tumbos por lo accidentado de la zona.
—¡Oigaaaaan! —les gritó el soldado Moreno, desde uno de los vehículos que se alejaban— ¡¿Quieren defenderseeeee?!
El empresario respondió, esperanzado.
—¡Siiiiiií!
—¡Pues busquen una “ucaaaaaa”!
—¡¿Y qué es esooooo?!
Moreno sonrió antes de contestar:
—¡La verga con pelucaaaaaaa!
Sin poder contenerse, el representante empresarial comenzó a gritar improperios contra los militares: que si los soldados eran unos corrientes, que si muertos de hambre, que qué se podía esperar de ellos cuando no eran gente fina como él y que nunca lo serían... todo esto mientras les rayaba la madre al tiempo que arrojaba piedras contra los vehículos. Su coraje le impidió
escuchar el llanto del derechohumanista y peor aún, el balbuceo de los zombis a un metro de distancia, listos para caer sobre él.

*

Adentro del humvee, Alejo recibía gestos y palabras de aprobación de su tropa. Incluso del sargento. Desde ese momento, el Subteniente tuvo la certeza de que nunca más lo llamarían Kleen Bebé.
O al menos, no escucharía cuando le llamaran así.

Ciudad Juárez, Chihuahua, 7 de abril del 2009







jueves, 22 de enero de 2009

El Comando Ciudadano por Juárez… ¿será?


Primero fue un correo electrónico a los medios de comunicación. Hace dos días, fue la publicación de su manifiesto, también por el mismo medio. Y en febrero prometen su página web.
No sé si esto del CCJ sea una broma de mal gusto llevada hasta niveles más allá de una simple alerta falsa con el fin de causar sicósis en la población, o si se trata de una maniobra de algún grupo criminal para emular lo hecho por La Familia Michoacana usando la máscara del hartazgo ciudadano y la promesa de una “verdadera” procuración de justicia. En caso de ser esto último, me atrevo a afirmar que debido a su pretendida preocupación por Ciudad Juárez, se trata de La Línea (a quienes yo llamo La Línea del Trasero)
¿Por qué “Línea del Trasero”? Porque a mi modo de ver, cada uno de los policholos y mulones que integran este grupo, es más culo que carne, jajaja.
No es que yo esté a favor de un grupo o de otro (Chaperro, ya te traen). Incluso se puede especular que podría ser el cártel del Chaperro quien busca sembrar confusión entre la sociedad... con eso de que tanto unos como otros quieren ser vistos como héroes o, peor tantito, canonizados como santos: “a la comunidad juarense, no se dejen engañar (...) nosotros no extorsionamos ni afectamos la economía de la ciudad (...) también somos padres de familia...”
JAJAJAJAJAJA
Habrá que ver qué sucede cuando el CCJ irrumpa en la red. Sólo así conoceremos el grado de seriedad que tiene. Por lo pronto, basado en lo visto hasta ahora, se trata de algo que me hace recordar un diálogo de la última película de Batman: “gente que sólo quiere ver todo incendiado”.
Bueno, también se dijo que eran una broma aquellas listas de policías ejecutables... y ya ven.

P. D. Me gustan las armas, aunque, contra lo que pudiera parecer, no tengo vocación por la violencia y, mucho menos, poder de fuego. Me interesa saber cómo opera el armamento, los diferentes tipos que existen y las mejoras técnicas que se incorporan a él. Cada 31 de diciembre espero con ansias el año nuevo para escuchar la balacera, pese a los operativos de vigilancia (¡mah!).
Hace tiempo, a la vuelta de la casa de mi hermano ejecutaron a dos personas. Era noche. El ruido lo despertó. Me cuenta que, aún cuando a él también le gusta escuchar las detonaciones, no es igual escuchar disparos por diversión que escucharlos cuando sabes que están matando a alguien.