sábado, 29 de noviembre de 2008

Juaritos (Artículo publicado en Blanco Móvil)

Juaritos. ¿Cómo es?
Definitivamente, no es como Londres, Nueva York, Roma, París, Tokio, Madrid o la Ciudad de México. No es tan grande, ni tan cosmopolita. Tampoco es una ciudad tan pequeña como El Vaticano, Mónaco o Luxemburgo. Su fama es menor a la de Chicago y a la de Río de Janeiro; y sus páramos circundantes poco tienen de idílico cuando se les compara con las anegadas vías de Venecia.
Pero a cambio de todo eso, Ciudad Juárez tiene una ubicación estratégica respecto a Estados Unidos, envidiada tanto por Sudamérica como por China. Sin ser el cruce fronterizo más transitado del mundo, pues este título corresponde a Tijuana-San Diego, se vislumbra que pronto Ciudad Juárez-El Paso será la frontera más poblada —según estimaciones de la Universidad de Texas en El Paso, UTEP. Y en cuanto a su ambiente, es bueno agregar que si bien no es la agustínica Ciudad de Dios, tampoco es una población pecadora como las míticas Sodoma y Gomorra; aunque algunos identifiquen al coloso americano con la Gran Babilonia, y aseguren el ejercicio de su influencia negativa en esa ciudad.
Ciudad Juárez, a diferencia de Houston, Texas, aun no ha podido trascender más allá del héroe político en cuyo honor fue bautizada. Mientras a la ciudad texana se le conoce como un importante centro espacial y petrolero a nivel mundial, la ciudad fronteriza sólo es conocida como la población que dio cobijo al prócer liberal; percibiéndosele además, a partir de Chihuahua y hasta el centro de la República Mexicana, como una ciudad de perdición y vicio más identificada con los gringos y sus costumbres que con los mexicanos y sus tradiciones. Y si bien es cierto que la cercanía con Estados Unidos influye un poco en el lenguaje, en la fijación de precios en dólares para autos usados y en un mayor arraigo del Halloween frente al Día de Muertos, la ciudad cuenta con su propia identidad, distinta incluso a la de cualquier otro puerto fronterizo; ya sea Tijuana, Matamoros, Agua Prieta o Piedras Negras.
Ahora, si Juárez tiene una identidad propia, ¿cuál es entonces su distintivo? ¿Qué la hace diferente a otras ciudades?
Se podría decir que las maquiladoras, pero esa industria ya no es exclusiva de la ciudad, ni siquiera de la frontera. En cuanto a sus salones de baile y sus cantinas, pese a existir en grande cantidad, han perdido su atractivo turístico, con excepción de aquellos ubicados en la Avenida Juárez o en la zona dorada del PRONAF. Y respecto a su calidad de “La Mejor Frontera de México”, ésta se pone en duda ante el hecho de que, mientras otras ciudades y capitales del mundo celebraron con grandes fiestas populares el arribo del nuevo milenio, en Ciudad Juárez su festejo se limitó a los habituales centros sociales, como cualquier otra celebración de fin de año.
¿Los casos de las mujeres asesinadas? Ninguna ciudad desearía un distintivo como ese, mucho menos cuando la realidad nos dice que se trata de un estigma sobredimensionado.

¿Entonces qué?
No obstante lo anterior, existe algo que sí podría identificar a Ciudad Juárez, además de la hospitalidad de su gente y su casi permanente oferta de empleo. Algo cuyo nacimiento ha generado una controversia con la ciudad de Los Ángeles, debido a que tanto angelinos como juarenses se adjudican su origen: los pachucos; moda aparecida a principios de la década de los cuarenta, y de la que el actor Germán Valdez, “Tin Tan”, ha sido su figura más representativa.
Con su sombrero tipo italiano, sus pantalones bombachos, sus sacos amplios con grandes solapas, y un bigote que en esa época se conocía popularmente como "cola de ratón"; Tin Tan mostró al resto del país una imagen dignificada del pachuco. Una imagen alegre, dicharachera, feliz, que solía desgastar sus zapatos bicolores al ritmo del swing y del mambo. De su boca, prominente crisol sujeto a todo tipo de chistes, salían palabras tanto en inglés como en castellano, en una singular aleación de idiomas: el spanglish.
Nos dice Carlos Monsiváis: “(…) Así, lo que en Estados Unidos fue desafío, en México se le catalogó como mímica grotesca o pintoresca, y mientras en Norteamérica las razzias, la represión laboral y el linchamiento aplastaban la ilusión de ser distintos, en México el pachuco se incorporó a la mitología del dancing.”
Muchos estudiosos serios, como el citado o el poeta Octavio Paz, han enfrentado involuntariamente sus conclusiones sobre el nacimiento de los pachucos en Los Ángeles a la tradición oral que ubica su origen en Ciudad Juárez. El primero basa sus comentarios en las investigaciones de otros, y el segundo, en su propia experiencia personal durante el tiempo que vivió en Estados Unidos. Sin embargo, sin restar mérito a su trabajo, me pregunto si tanto el ganador del Premio Juan Rulfo, como el fallecido Premio Nóbel, estuvieron en Ciudad Juárez durante la época en que escribieron sus textos.
Y es que la línea entre la tradición oral de la frontera y las investigaciones que se han hecho sobre el fenómeno es muy difusa, debido a las semejanzas entre Los Ángeles y Ciudad Juárez. Las dos son un polo de atracción de migrantes, y en ambas, sus habitantes dicen ser nativos de ellas cuando en realidad llegaron procedentes de otros lugares. Y si tomamos en cuenta el hecho de que gran parte de los juarenses nativos, hijos de juarenses también nativos, se han mudado precisamente a California, junto a la implementación en Estados Unidos del Programa Bracero durante la Segunda Guerra Mundial, podemos deducir que la idea del surgimiento de los pachucos en Ciudad Juárez no es muy equivocada del todo.
De ser verdadera esta premisa, ¿no pudo ser entonces Ciudad Juárez la cuna de los pachucos, como mucha gente lo dice? Las condiciones para el surgimiento de una subcultura como esa se han dado desde tiempos de la Colonia y la Independencia, en una zona septentrional cuya escasa y dispersa población se ha sentido desde entonces desairada por el centro del país y menospreciada por la conservadora capital de Chihuahua; y en la que el movimiento insurgente no logró encender con el mismo ímpetu por estar sus pobladores más ocupados librando su propia guerra contra los apaches.
Esta sensación de desamparo se acrecentó tras la guerra entre México y Estados Unidos, y con el trazo de la nueva línea divisoria entre ambos países. Fueron muchos los mexicanos que de un día para otro se encontraron poblando otro país, con una lengua oficial que ya no era la suya, en una tierra que rechazaba sus plantas y desenterraba sus raíces. Todos ellos tuvieron la opción de quedarse en su ahora nueva tierra o bien, cruzar el Río Bravo hacia el sur y seguir con su nacionalidad mexicana.
Muchos cruzaron a México.
A partir de entonces, de forma paulatina comenzó la desestima de los norteamericanos conquistadores hacia los mexicanos conquistados, de los vencedores hacia los vencidos; de aquellos que pudieron tomar el país desde el Bravo hasta el Suchiate, y no lo hicieron por motivos raciales. La frontera se convirtió en el crónico choque de dos culturas: una protestante y capitalista; la otra católica y feudal.
Insisto: ¿no pudo ser la frontera norte de México, específicamente Ciudad Juárez, el origen de una subcultura que adoptó el dandismo deformado como una forma de rebelarse ante el abandono y olvido del centro político de su país, y a la vez, una forma de reafirmar su mexicaneidad ante el rechazo de su vecino norteamericano, poseedor de la prosperidad que tanto desea y poco disfruta?
Yo pienso que sí.

Y ahora, un jale que SI viene de las Califas
Aunque también le enseña a los vatos del centro y sur del país su finta de mexicano fronterizo, y reafirma ante los gabachos su procedencia mexicana, el cholo dista mucho de parecerse a aquel pachuco de los años cuarenta. Ya no usa el bigote cola de ratón, a veces no trae, y cuando no usa bigote normal, se deja la barba de candado. Su ropa ya no es el tacuche zoot suit, y dejó de usar a todos tiros el sombrero tipo italiano con ala ancha para usarlo nomás en ocasiones acá, de party. En vez de eso, en la chompa, casi al ras de las cejas, usa un paliacate que apenas le da quebrada de washar.
Dejó de vestirse acá, como dandy, para vestirse mejor con ropa para el jalisco. Sus tramos seguían siendo amplios, pero esto era más por la talla extralarge que por lo tumbado del corte. Sus favoritos eran los Dickie’s, marca de tramos y lisas diseñados para el jale industrial con cierto aire medio formalón. Y en cuanto a sus calcos, a pesar de ya no utilizar las tablitas bicolores, seguía usando las de charol para las fiestas, las bombitas con casquillo de acero para las broncas, y los tenis de lona para pelarse cuando la chota lo quisiera apañar.
El cholo ya no bailaba swing, tampoco mambo. Ahora su música eran las oldies, las Oldies but goodies, con rolas de Chubby Checker, Paul Anka, The Ronette’s, Fat’s Domino, y en fin, casi toda la música de los años cincuenta; regodeándose con la nostalgia de una época que no le tocó vivir.
Siempre que el pachuco se daba un tiro con alguien, según la Wikipedia, usaba mucho una especie de código de ética, en el que no le era permitido a nadie meterse en la bronca, dejando solos a los peleoneros para que se agarraran uno contra uno. Eso, si lo juntamos con lo que han dicho dos tres estudiosos, es lo que hace diferente al pachuco del cholo: el pachuco sobresalía en su barrio por sí mismo y para sí mismo, para ser el primero entre los tirilones; en cambio el cholo, como que pierde más su personalidad, como que se olvida de ser un único cholo para ser en cambio parte del barrio donde cantonea. Y eso se mira también en las trifulcas: ya no son de uno contra uno, ahora son verdaderas campales.
Cuando apenas comenzaban los ochentas, se usaba mucho que los cholos de un barrio pintaran placazos en las bardas con el nombre del barrio en donde cantoneaban. Así, los más conocidillos eran el Town 13, el Puente Negro (por donde cruza el tren de carga que va para El Chuco), el Calaveras 13, los Winos, los Uruwinos (de la calle Uruguay), los Ortizes, los Gatos, el Chaveña y el Florencia. Así, casi todas las bardas, paredes, asientos de las ruteras y hasta su propio cuerpo estaban marcados con i-nin-te-li-gi-bles… simón, ininteligibles letras góticas que nomás el cholo podía descifrar.
Aunque no todo eran simples rayones en las paredes: muy seguido, cuando uno daba el rol por áhi, se miraban placazos bien de aquellas, con dibujos chidas de hommies y sus morras, ranflitas low rider, como las que traían los cholos de Los Ángeles; sin faltar en el cuadro la Jefecita de Guadalupe que siempre los cuidaba.
No sé si en los cuarenta existirían las pachucas. Pero en todos los setentas, y hasta cuando el cholismo empezó a irse pa’bajo, por áhi a principios de los noventas, el cholo estuvo acompañado por su morra, la chola. Su jaina, que se pintaba las uñas de negro, usaba rimel a la egipcia, y se hacia partidura enmedio de su alto cabello que se dejaba crecer en capas.
Cuando pasaba un loco perdido por algún barrio, si lo encontraba la clica pa’pronto le preguntaba: ¿qué barrio?; y si no sabía o contestaba otro, o si se quería pasar de lanza y contestaba “el mismo”, entonces le caían a putazos y lo chinchaban hasta dejarlo todo madreado. No había barrio que no tuviera una banda, una pandilla, y que no se diera sus agarrones a trompos o rocazos contra los cholos de otro barrio; quedando entrados para la próxima que se encontraran.
Cuando el PAN ganó las elecciones por primera vez, se hizo un intento por calmar a todas las pandillas de Juaritos. El candidato que había ganado la presidencia municipal fue popular entre los cholos más por su apellido que por su persona: Francisco Barrio. Pero lo que estaba más chida, fue que trató de unir a todas las pandillas para que dejaran de pelear entre sí, y organizó los “Barrios Unidos con Barrio”. Pero eso más bien sirvió para que si a alguno lo agarraba la chota, nomás mostrara su credencial y lo dejaran ir.
Durante buen rato, los agarrones que se daban eran a pedradas y trancazos. Los más malandrones, los que se dedicaban a tumbar a la gente, al rato ya traían filero o puntas. Fueron muchos los que cayeron al tambo por dedicarse al delito, o por llegar a matar a alguien en los pleitos de pandilla. Y fue esta conducta, la de unos cuantos, la que hizo que la chota persiguiera y levantara, o por lo menos vieran feo, al resto de los cholos. Muy seguido andaban las rieladas de campers en las colonias, levantando a la gente. Bastaba con que alguien anduviera vestido de hommie para que la poli pensara que era malilla, y cargara al tambo con él. No se ponían a pensar que la gran mayoría eran raza que solo se vestían como cholos, que le ponían al jale en la maquila o donde fuera y que eran bien camellos; pues al cholo no le atraían los jales de oficina o los de guardia o aquellos en que se tenga que estar sentado. No, al cholo le gustaba camellar en la chinga. Pero esto no lo veían los tiras. Para ellos, todos podían ser malandros.
Y en parte, tenían algo de razón. Cuando menos pensamos, varios narcos les cayeron a las pandillas, convenciéndolos de pushar a cambio de una buena feria. Fue así como empezaron las tienditas. Y como muchos malandros ya habían caído al bote un resto de veces, pues se les hizo fácil entrarle al crimen organizado, al cabo ¿qué podían perder? De otro modo nunca saldrían de lo mismo: jales mal pagados en la maquila, la obra, o el robo. Siquiera pushando, les iba mejor.
Para entonces, los cholos, ya no se agarraban a pedradones con otros barrios. Ahora lo hacían a cuetazos. Mientras más se fueron adentrando en el narco, más peligrosos se hicieron. Las rieladas de la poli ya eran muy raras, e incluso algunas pandillas, como los Ortizes y Los Gatos, se atrevían a retarla.
A cada rato salían en el pápiro las noticias de muertos en pleitos de pandillas. En la tele, hasta salían reportajes especiales sobre bandas que andaban vendiendo loquera a la brava en las calles, a pleno día; y otros que incluso enseñaban sus fuscas: desde pistolas hechizas con antenas de televisión, hasta cuernos de chivo de los de a de veras. Todo para enseñarle al mundo que el cholo puede ser malandro, puede ser vicioso o delincuente; pero nunca deja de ser machín.
O al menos, yo no he washado un cholo que haya salido del clóset…

El barrio como generador de regalías
A principios de los noventa, el cholismo se fue apagando. Aunque la neta, creo que más bien cambió a otra cosa. Primero fue el rap, luego el hip hop, y luego una mezcla de esta música con la grupera y la banda, lo que llamó la atención de los chavos de la época. El barrio, que había sido patria y familia, se volvió algo así como un instrumento del show business para vender discos. Los morrillos ya no buscaban apantallar a los mexicanos, y ya no se rebelaban contra los gringos. Simplemente, nomás querían imitar a grupos musicales como Kumbia King’s y Chicos de Barrio.
Tiro rollo acerca de los chavos de la época de los noventa por una cuestión: muchos de los originales cholos, ya no se veían morrillos; al contrario, varios de ellos ya estaban rucones. La raza que tanto miedo les tuvo, ahora se burlaba diciéndoles “cholos jubilados”. Pero aun cuando muchos de ellos sentaran cabeza y por cuestiones de hallar jale se vistieran de cheros o normalones, era fácil saber quiénes habían sido cholos antes; pues se vistieran como se vistieran, el estilito se les quedaba. Y se les quedaba para siempre, como los placazos dibujados en su piel, y que ya no se borran.
Ciudad Juárez, Chihuahua, 14 de septiembre del 2006